La
antigua paciencia
1
Probablemente
la exactitud llegó a esta tierra con la profusión de los relojes. A principios
del siglo XX estos eran un lujo; así, los que no podían reglamentar sus días
por las campanadas de la catedral, que ininterrumpidamente daban hasta los
cuartos de hora, organizaban a menudo el orden familiar de acuerdo a los
tranvías. Por eso solía decirse: “Ya son las once porque acaba de pasar el tren…”
La verdad es que esto ocurría porque los tranvías no eran frecuentes.
Todas
las circunstancias habían contribuido a incorporar la paciencia en la modalidad
general. Porque se sabía que se podía siempre llegar tarde, y además y sobre
todo, que era necesario esperar.
A la
hora de los regresos, los montevideanos se encontraban, sin proponérselo, a la
espera del tren que los llevaría a su casa y la gente se saludaba entonces como
de paso, ya que nadie quería perder un tranvía que pasaba tan espaciadamente. Se
formaban grupos en las esquinas y los pasos se apresuraban cuando había que
tomarlo en la mitad de la cuadra, tras escuchar la corneta alertadora.
Pero era
frecuente que ese tranvía que esperábamos – el que traía la luz verde- pasara
sin detenerse y que si el cochero llegaba, tocando la corneta que anunciaba la
presencia del vehículo, nos sorprendiéramos
desagradablemente al leer en este un letrero blanco con letras negras
que decía: <<completo>>. Y pasaba entonces el tren ante los
fatigados transeúntes, fustigándose con látigo al cadenero y a los tres caballos
que iban al galope. Es que todos los asientos estaban ocupados y también los
cuatro puestos de la plataforma posterior, que permitía el reglamento.
-¿Esperamos
otro?- nos preguntábamos.
-Esperaremos.
2
(…)
En el
invierno, los tranvías, cerrados como cajones, llevaban a los pasajeros de
frente los unos a los otros, tal vez comprendiéndose o compadeciéndose, pues
iban sentados en dos largos bancos de madera ubicados desde la plataforma
delantera hasta la posterior, con las ventanillas atrás, en la nuca, sin poder
mirar siquiera hacia fuera. Y era un gran silencio de voces, pero se escuchaba
el ruido de las ruedas de hierro sobre los durmientes de las vías y, de cuando
en cuando, alguna apagada conversación de negocios o de temas triviales o el
lloro de algún niño, para entretener a aquella sociedad unida y sacrificada.
3
(…)
Al
llegar la primavera se dejaban los tranvías de invierno y se ponían en circulación
los de verano. Estos eran abiertos; el aire que golpeaba la cara y la luz que
entraba por los cuatro costados transformaban el sacrificio en goce. Eran un
piso y un techo sostenido por varillas y si en verdad saltaban sobre las vías,
como los otros, con su mismo ruido infernal de hierros por los caminos, era
como si por ellos entrara el campo, como si el trébol naciera entre los bancos.
Cuando andaba por la ciudad el tranvía, que iba por el borde de la calzada,
parecía que convivía con las veredas llenas de mesas y de copas, tomando parte
en la animación de los veranos montevideanos.
Sin embargo,
esos tranvías, unos y otros, no eran solo hierros que pasaban. En ellos existía
la conciencia de la cordialidad. Los pasajeros podían no hablarse, pero ninguno
protestaba nunca, ninguno dejaba de encontrar humano que el tranvía se
detuviera y que bajara el guarda a dejar a algún inválido en el zaguán de su
casa, ninguno dejaba de aceptar como lógico que el tranvía se detuviera ante la puerta de cada pasajero, si era
preciso. <<A mí me para en esa puerta>>…<<A mí en aquella
otra>>. A veces tres o cuatro paradas en una sola cuadra. Recuerdo a una
señora conocida mía que se olvidó de su portamonedas y ya en el tren pidió al
guarda que esperara, porque lo iba a buscar a su casa. El guarda asintió. Un señor
le insinuó que continuara el camino. El guarda le respondió: << ¿Cómo no
voy a esperar a la señora, si me lo pide?>> . A veces alguien olvidaba o
quería dejar un paquete en un lugar en medio del camino… Ninguno encontraba
tampoco mal que, como lo hiciera alguna vez Eduardo Dieste, se pidiera al
cochero que apurara, porque se estaba de prisa… y que el cochero diera entonces
latigazos a los caballos.
Josefina Lerena de Blixen: Novecientos