LA CIUDAD DE LOS DUELOS Y LOS LUTOS
Montevideo
era una ciudad que estaba siempre pronta a condolerse y a llorar, y resultaba frecuente que en una calle animada se recibiera, como un golpe que paralizaba el espíritu,
la impresión que daba un lazo de crespón en una puerta.
Era un lazo
que iba desde lo alto hasta el suelo para anunciar que se estaba velando a
alguno. Y la gente, llena de inquietudes, preguntaba... Entonces, el hombre tétrico que cuidaba la puerta iba informando.
Y la noticia corría por la calle. Entonces
se modificaban todas las actividades del día, se suspendían los recibos, se
olvidaban las fiestas y se pasaban las gentes la tarde, la noche y acaso dos tardes y dos noches en velorio...
Un círculo
de sillas vacías, junto a las paredes de la sala y
de la antesala,
era colocado apresuradamente para cuando empezaran a llegar las relaciones,
ataviadas de
negro, dispuestas a formar la rueda
inmóvil y
silenciosa. Y eran allí horas de congoja, con los
ojos bajos, en una seriedad respetuosa, cortada a veces
por algún lloro o por una oración.
Y después; cuando aquellas primeras horas pasaban y la ciudad se iba desentumeciendo, la casa del dolor permanecía como aparte de todo, cerradas las ventanas,
entornada la puerta, el piano con llave; todos hablaban
en voz baja; los niños no
jugaban...
La costumbre
exigía que los hombres, igual que las mujeres vistieran de negro, con corbata
negra, fumo negro opaco en el sombrero y guardas negras en los pañuelos y en las tarjetas. Pero el verdadero peso del luto lo
llevaban las mujeres; el rigor del mismo se ensañaba con ellas y les
paralizaba toda actividad. Tenían que ponerse obligatoriamente un manto de
pesado merino opaco, caliente en verano y helado en invierno, prendido al cuello por un alfiler
negro y
una gorra diminuta de crespón con velos que debían llegar hasta el suelo: uno para tapar la cara, otro para cubrir la figura...
Y esos velos eran como muros que se
alzaban entre la mujer y el mundo y que la hacían salir a
la calle como si no anduviera por ella.
J. L. A. de Blixen: Novecientos
pp. 96/7.
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