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sábado, 10 de marzo de 2012


LA CIUDAD DE LOS DUELOS Y LOS LUTOS

Montevideo era una ciudad que estaba siempre pronta a condolerse y a llorar, y resultaba frecuente que en una calle animada se recibiera, como un golpe que paralizaba el espíritu, la impresión que daba un lazo de crespón en una puerta.

Era un lazo que iba desde lo alto hasta el suelo para anunciar que se estaba velando a alguno. Y la gente, llena de inquietudes, preguntaba... Entonces, el hombre tétrico que cuidaba la puerta iba informando.

 Y la noticia corría por la calle. Entonces se modificaban todas las actividades del día, se suspendían los recibos, se olvidaban las fiestas y se pasaban las gentes la tarde, la noche y acaso dos tardes y dos noches en velorio...

Un círculo de sillas vacías, junto a las paredes de la sala y de la antesala, era colocado apresuradamente para cuando empezaran a llegar las relaciones, ataviadas de negro, dispuestas a formar la rueda inmóvil y silenciosa. Y eran allí horas de congoja, con los ojos bajos, en una seriedad respetuosa, cortada a veces por algún lloro o por una oración.

Y después; cuando aquellas primeras horas pasaban y la ciudad se iba desentumeciendo, la casa del dolor permanecía como aparte de todo, cerradas las ventanas, entornada la puerta, el piano con llave; todos hablaban en voz baja; los niños no jugaban...

La costumbre exigía que los hombres, igual que las mujeres vistieran de negro, con corbata negra, fumo negro opaco en el sombrero y guardas negras en los pañuelos y en las tarjetas. Pero el verdadero peso del luto lo llevaban las mujeres; el rigor del mismo se ensañaba con ellas y les paralizaba toda actividad. Tenían que ponerse obligatoriamente un manto de pesado merino opaco, caliente en verano y helado en invierno, prendido al cuello por un alfiler negro y una gorra diminuta de crespón con velos que debían llegar hasta el suelo: uno para tapar la cara, otro para cubrir la figura... Y esos velos eran como muros que se alzaban entre la mujer y el mundo y que la hacían salir a la calle como si no anduviera por ella.
J. L. A. de Blixen: Novecientos
pp. 96/7.


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