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sábado, 26 de mayo de 2012

miércoles, 9 de mayo de 2012

Día del Libro


El 26 de Mayo se celebra en el Uruguay el “Día del libro”, por ser el aniversario de la apertura pública de la Biblioteca Nacional.


El 4 de agosto de 1815, Dámaso Antonio Larrañaga envió una carta al Cabildo en la cual proponía suplir con buenos libros, la falta de maestros e instituciones. Planteó la necesidad de crear una biblioteca pública donde pudiesen concurrir los jóvenes, y todos aquellos que quisieran acceder al saber. El propio Larrañaga se ofrecía para desempeñar la función de director, y solicitaba un edificio a propósito para instalarla.

 El 28 de agosto del mismo año, Artigas le escribió a Larrañaga transmitiéndole su convencimiento sobre la utilidad de la iniciativa: Un aporte interesante para dotar de libros a la nueva biblioteca, llegó a través del legado del presbítero José Manuel Pérez Castellano, ilustre ciudadano fallecido el 5 de setiembre de 1815, quien legó un importante acervo bibliográfico. A esta donación se sumaron los libros aportados por José Raimundo Guerra, los padres franciscanos y el donativo del propio Larrañaga quien ya poseía en aquella época una vasta colección.

La primera Biblioteca Pública fue instalada en los altos del fuerte de Montevideo, actual Plaza Zabala. Larrañaga en su carácter de director, pronunció la “Oración Inaugural”, donde expresó: “Una biblioteca no es otra cosa que un domicilio o ilustre asamblea en que se reúnen, como de asiento, todos los más sublimes ingenios del orbe literario o por mejor decir, el foco en que se reconcentran las luces más brillantes que se han esparcido por los sabios de todos los países y de todos los tiempos. Estas luces son las que el ilustrado y el Gobierno vienen a hacer comunes a sus conciudadanos.

Artigas, sensible a la repercusión pública del hecho, dispuso que el 30 de mayo el santo y seña de su ejército en Purificación fuera:  “Sean los orientales tan ilustrados como valientes.”


1853 Paita


1853 Paita
Los tres
Ya no viste de capitana, ni dispara pistolas, ni monta a caballo. No le caminan las piernas y todo el cuerpo le desborda gorduras; pero ocupa su sillón de inválida como si fuera un trono y pela naranjas y guayabas con las manos más bellas del mundo.
Rodeada de cántaros de barro, Manuela Sáenz reina en la penumbra del portal de su casa. Más allá se abre, entre cerros del color de la muerte, la bahía de Paita. Desterrada en este puerto peruano, Manuela vive de preparar dulces y conservas de frutas. Los navíos se detienen a comprar. Gozan de gran fama, en estas costas sus manjares. Por una cucharita, suspiran los balleneros.
Al caer la noche, Manuela se divierte arrojando desperdicios a los perros vagabundos, que ella ha bautizado con los nombres de los generales que fueron desleales a Bolívar. Mientras Santander, Páez, Córdoba, Lamar y Santa Cruz disputan los huesos, ella enciende su cara de luna, cubre con el abanico su boca sin dientes y se echa a reír y ríe con todo el cuerpo y los muchos encajes volanderos. Desde el pueblo de Amotape, viene, a veces un viejo amigo. El andariego Simón Rodríguez se sienta en una mecedora, junto a Manuela, y los dos fuman y charlan y callan. Las personas que más quiso Bolívar, el maestro y la amante, cambian de tema si el nombre del héroe se cuela en la conversación.
Cuando don Simón se marcha, Manuela pide que le alcancen el cofre de plata. Lo abre con la llave escondida en el pecho y acaricia las muchas cartas que Bolívar había escrito a la única mujer, gastados papeles que todavía dicen:
-Quiero verte y reverte y tocarte y sentirte y saborearte…
Entonces pide el espejo y se cepilla largamente el pelo, por si él viene a visitarla en sueños.
Eduardo Galeano:
Memoria del fuego (II)