1853
Paita
Los
tres
Ya no viste de
capitana, ni dispara pistolas, ni monta a caballo. No le caminan las piernas y
todo el cuerpo le desborda gorduras; pero ocupa su sillón de inválida como si
fuera un trono y pela naranjas y guayabas con las manos más bellas del mundo.
Rodeada de cántaros de
barro, Manuela Sáenz reina en la penumbra del portal de su casa. Más allá se
abre, entre cerros del color de la muerte, la bahía de Paita. Desterrada en
este puerto peruano, Manuela vive de preparar dulces y conservas de frutas. Los
navíos se detienen a comprar. Gozan de gran fama, en estas costas sus manjares.
Por una cucharita, suspiran los balleneros.
Al caer la noche,
Manuela se divierte arrojando desperdicios a los perros vagabundos, que ella ha
bautizado con los nombres de los generales que fueron desleales a Bolívar.
Mientras Santander, Páez, Córdoba, Lamar y Santa Cruz disputan los huesos, ella
enciende su cara de luna, cubre con el abanico su boca sin dientes y se echa a
reír y ríe con todo el cuerpo y los muchos encajes volanderos. Desde el pueblo
de Amotape, viene, a veces un viejo amigo. El andariego Simón Rodríguez se
sienta en una mecedora, junto a Manuela, y los dos fuman y charlan y callan.
Las personas que más quiso Bolívar, el maestro y la amante, cambian de tema si
el nombre del héroe se cuela en la conversación.
Cuando don Simón se
marcha, Manuela pide que le alcancen el cofre de plata. Lo abre con la llave
escondida en el pecho y acaricia las muchas cartas que Bolívar había escrito a
la única mujer, gastados papeles que todavía dicen:
-Quiero
verte y reverte y tocarte y sentirte y saborearte…
Entonces
pide el espejo y se cepilla largamente el pelo, por si él viene a visitarla en
sueños.
Eduardo Galeano:
Memoria del fuego (II)
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